Chile ya no es un país joven. Hoy, una de cada tres personas tiene más de 50 años, y casi el 20 % de la población supera los 60. En solo 25 años, serán más de siete millones. Esta transformación demográfica es también una transformación estructural, que tensiona el sistema de pensiones, el mercado laboral, la salud y la productividad.

Pero sobre todo, exige una pregunta clave: ¿Cómo adaptamos el trabajo a una vida más larga y diversa?
La respuesta no puede seguir siendo la misma. En un país donde las tasas de natalidad siguen cayendo y la esperanza de vida supera los 80 años, las empresas enfrentan un dilema estratégico: seguir operando con lógicas pensadas para un ciclo laboral corto, o rediseñar sus estructuras para retener y potenciar a un talento que, lejos de estar obsoleto, está disponible y con más experiencia que nunca.
El modelo actual no cierra. Se estima que las organizaciones demoran cerca de 18 meses en recuperar la inversión de contratar y formar a una persona nueva. Sin embargo, las nuevas generaciones permanecen, en promedio, menos de dos años en sus puestos. Esa rotación constante es difícil de absorber, especialmente cuando cada año entran menos jóvenes al mercado laboral.

Pese a ello, la participación laboral de personas mayores de 50 años sigue siendo baja. Persisten barreras estructurales: edadismo, brechas digitales, esquemas de retiro inflexibles y estereotipos que asocian edad con baja productividad. Pero la realidad es otra: muchas personas mayores de 60 quieren seguir activas laboralmente, emprender, aportar, reinventarse. El problema no es su falta de interés. Es la falta de oportunidades. La pregunta no es si podemos seguir excluyendo talento senior. Es si podemos darnos el lujo de hacerlo.
Rediseñar el trabajo en una sociedad longeva no es solo ajustar la edad de jubilación. Es pensar en trayectorias laborales más diversas, sistemas de aprendizaje continuo, espacios laborales intergeneracionales, flexibles y saludables. Es entender que la experiencia no es un costo, sino un activo competitivo. Y que perderla por razones presupuestarias puede ser, paradójicamente, más costoso en el largo plazo.

La transformación no es solo económica: es cultural. Se necesitan políticas que integren, empresas que apuesten por la diversidad etaria, tecnología que acompañe la inclusión y una narrativa que deje de romantizar la juventud como único motor de innovación. Países como Japón o Reino Unido ya lo entendieron: combatir la soledad, facilitar la reinvención y diseñar sistemas laborales inclusivos es una apuesta por el crecimiento, no por la nostalgia
En Chile, donde la edad promedio para emprender es de 43 años, impulsar el emprendimiento senior puede ser una vía concreta de innovación, transferencia de conocimiento y dinamismo económico. Y mientras la inteligencia artificial redefine tareas a una velocidad sin precedentes, el juicio, la experiencia y la resiliencia del talento senior son más necesarios que nunca.

El envejecimiento no es una crisis. Es una realidad. Y como toda realidad estructural, exige rediseño, no adaptación superficial.
La decisión está sobre la mesa: seguir operando con estructuras laborales pensadas para un país joven que ya no existe, o construir una economía que valore la experiencia como motor de productividad, cohesión y futuro.
