Durante años, la programación se consideró una habilidad exclusiva de especialistas. Hoy, sin embargo, se reconoce como una competencia clave del siglo XXI, tan esencial como leer, escribir o entender matemáticas. Programar no es solo aprender a usar tecnología, es aprender a crear con tecnología.

Incorporar la programación en la educación significa mucho más que añadir un nuevo contenido curricular. Supone enseñar a pensar de manera diferente: a dividir problemas complejos en partes manejables, a experimentar, a aprender del error y a desarrollar resiliencia. Estas habilidades son fundamentales no solo para quienes trabajarán en tecnología, sino para cualquier ciudadano que deba desenvolverse en un mundo digital.
Gracias a herramientas impulsadas por la inteligencia artificial, aprender programación es hoy más accesible que nunca. Con acompañamiento personalizado y plataformas intuitivas, estudiantes de distintos contextos pueden iniciarse sin conocimientos previos. Esto democratiza el acceso y permite reducir la brecha que separa a quienes crean tecnología de quienes solo la consumen.

En Chile, esta transformación es urgente. Nuestro país enfrenta grandes desigualdades digitales y educativas que limitan el desarrollo de talento e innovación. Enseñar programación no se trata únicamente de formar futuros programadores, sino de preparar a una generación capaz de participar activamente en la sociedad digital, diseñando soluciones para los desafíos de sus comunidades.
Contamos con talento, iniciativas y recursos. El desafío ahora es coordinar esfuerzos: Estado, sector privado y academia deben trabajar juntos para integrar la programación en todos los niveles educativos. No es una opción, es una necesidad estratégica.

Porque aprender a programar no solo abre puertas laborales; abre puertas al pensamiento crítico, la creatividad y la posibilidad de transformar realidades. Cada niño o joven que aprende a programar gana autonomía y descubre que el futuro no se espera: se construye.