Chile llega al balotaje del 14 de diciembre con una sensación conocida: cada proceso electoral pone a prueba la capacidad de gestionar momentos de alta demanda con sistemas que deben operar bajo presión.

En países con democracias robustas, la inteligencia artificial ya forma parte del funcionamiento institucional: detecta anomalías electorales, anticipa desinformación, optimiza rutas hacia los locales de votación y monitorea en tiempo real la carga operativa del sistema. No reemplaza instituciones ni decisiones humanas: permite que funcionen mejor.
Aunque Chile lidera Latinoamérica en adopción de IA dentro del sector privado, ese avance no se refleja aún en su infraestructura pública. Seguimos dependiendo de sistemas fragmentados, reportes manuales y tiempos de respuesta que no son compatibles con un entorno social hiperconectado y altamente volátil. Un proceso electoral confiable requiere modelos predictivos, análisis de datos en vivo, logística dinámica y alertas tempranas ante eventos inesperados.

La IA no es futurista: es gestión moderna. Con gobernanza adecuada, transparencia y criterios éticos claros, puede fortalecer la continuidad operativa del Estado, mejorar la experiencia ciudadana y reducir costos derivados de ineficiencias que ya no son aceptables en 2025. El desafío no es tecnológico: es cultural y organizacional.
Si el país ya tiene talento, empresas y madurez digital, el siguiente paso es obvio. Integrar IA al servicio público no significa automatizar la democracia, sino blindarla. Significa pasar de reaccionar tarde a anticipar bien, y de administrar crisis a prevenirlas. Es hora de actualizar el sistema operativo del Estado.



