Muchos proyectos de excelencia operacional terminan estancados. No por falta de conocimiento ni de recursos, sino por tres ideas equivocadas que, una y otra vez, sabotean el cambio organizacional.

La primera ilusión es “vamos a diseñar la solución perfecta... desde la oficina”. Es tentador pensar que un grupo de personas expertas, encerradas en una sala con buenas planillas y post-its de colores, va a encontrar la solución definitiva. Lo he visto con proyectos de mantención de camiones, rediseño de líneas de producción o flujos de atención en clínicas.
El equipo propone un modelo lógico, impecable en teoría y luego espera que el resto lo ejecute. Pero la realidad es otra. El terreno es donde ocurre el trabajo real. Es ahí donde las herramientas no están a mano, donde el tiempo no alcanza, donde el procedimiento se arruga o se pierde. Las soluciones no se imponen desde arriba: se descubren junto a quienes viven el proceso cada día.

¿Cuál es el rol del líder? Definir un objetivo claro, y luego fomentar que los equipos prueben y ajusten desde su propia experiencia. Cinco mejoras pequeñas y sostenibles superan cualquier plan brillante que nunca se aplica.
La segunda ilusión es “ya sabemos por qué pasa esto”. Uno de los principales bloqueos al mejorar un proceso es asumir que ya entendemos la causa del problema. Es común escuchar frases como “esto pasa porque la gente no se compromete” o “el cuello de botella está en logística”. Y, sin quererlo, esos juicios se transforman en verdades absolutas que nadie se detiene a validar. Cuando el equipo se aferra a una explicación sin investigar ni observar con atención, deja de lado otras causas posibles y se limita a soluciones que no abordan el problema real. Lo que parece una falta de compromiso podría ser un procedimiento confuso o una meta mal diseñada.

La mejora continua no se basa en certezas rápidas, sino en la disposición a investigar, observar y poner a prueba hipótesis. Es más valioso un equipo que duda con método, que uno que afirma con convicción, pero sin datos. La clave es cultivar una cultura donde cuestionar y explorar sea parte del trabajo diario.
La tercera ilusión es que “basta con tener buena información, para que la gente genere cambios”. Este es quizás el error más sutil y, a la vez, más dañino: suponer que, si el plan está bien explicado, entonces todos lo van a aplicar. Pero la lógica sola rara vez mueve a las personas. Las emociones, sí. Un equipo cansado, resignado o escéptico no se va a transformar con un PowerPoint bien hecho ni con un procedimiento que reciben por correo.

Si no hay entusiasmo ni sentido, no hay cambio posible. Y eso no se arregla con información: se trabaja conversando, escuchando qué pasa en el ánimo colectivo, recuperando la confianza. Los estados de ánimo -como la convicción o el orgullo- marcan la diferencia entre un grupo que cumple con lo mínimo y otro que se supera constantemente sin que nadie los empuje.
Al final, la excelencia no se construye con grandes discursos, sino con detalles cotidianos, bien hechos, por personas que creen que va a valer la pena intentarlo.
